Cuando te quieres dar cuenta, ya es tarde.
Has tomado la salida que no es y no sabes dónde estás ni cómo volver al punto
de partida... poco a poco, te adentras en lo inhóspito de una carretera
secundaria desamparada que te va engullendo a lo largo de un itinerario en el
que, sin éxito, tratas de localizar algo familiar, algo reconocible a lo que
poder agarrarte con la seguridad con la que uno se agarra a un salvavidas en
medio del océano. Pero no lo hay. Y estás perdido.
Y en lo único que piensas mientras
observas la distancia en tu espejo retrovisor es que tomar aquella salida, hace
ya tres pueblos un valle y dos riachuelos, fue una equivocación.
Pero entonces, agotada ya toda
esperanza, comienzas a mirar para adelante... y tropiezas con nuevos pueblos...
y con nuevos valles... y con el verde mar de las praderas y al fondo las
montañas, protegiendo el paisaje desde lo alto.
Y comienzas a pensar que tal vez tu
suerte no es tan desgraciada. Que tal vez ese camino efímero y sinuoso resulte
incluso agradable...que tampoco pasa nada por dar un pequeño rodeo y tardar un
poco más en llegar... es justo en ese instante cuando el error comienza a alcanzar
la forma de un acierto...de pronto tú te alegras de haber tomado aquella
salida, hace ya cinco pueblos y sabe dios cuantos valles y riachuelos.
Porque el paseo involuntario, su majestuoso
entorno y su perfecta calma, está mereciendo la pena... y no lo habrías
disfrutado, aunque no fuese tu intención, de no haber sido por aquella
equivocación.
La conclusión es inexcusable: qué gusto
da equivocarse...a veces. Cometer un error inexplicable y estupendo a la vez,
que nos satisface más que el propio acierto...tomar una mala decisión, una
decisión errónea, y sin embargo, a la vista de las resultados, alegrarnos de no
haber tomado la correcta.
Pero inclusive cuando la equivocación no nos satisface, cuando no nos vale más que al acierto, cuando la equivocación es dolorosa o molesta y lamentamos haber fallado, también entonces resulta agradable equivocarse de vez en cuando...meter la pata hasta el fondo y sin remedio... resulta agradable porque, de alguna forma, te libera... te permite volver a fallar y eso devalúa el desengaño.
No equivocarse nunca, ni una sola vez, constituye una singular clase de absurdo. Lo bueno de equivocarse es, precisamente, la libertad para equivocarse... la última persona en la que se me ocurriría confiar es en aquella que asegura no equivocarse jamás... porque todos lo hacemos... constantemente.