Besar y ser besado es confiar en esos otros labios, saber que serán o serás bien recibido, usados como crees que se merecen: la otra boca no morderá tu boca, y si lo hace, será intencionadamente y con tacto. Besar es pelear por las ganas del otro, aclarar sus dudas con la punta de tu lengua, o dejarte llevar como en un baile. Hay un idioma no verbal, un pacto tácito surgido de cada contexto: el lavabo de un pabellón, un semáforo en ámbar, el ascensor de un hotel o un fotomatón insinúan besos urgentes, inaplazables. Un beso en la cola del cine te indica eh, estoy aquí contigo, juntos, y quiero que seamos solo uno dentro de unos instantes. Luego está el beso puro y civil ante el juez: te regalo mis labios para el resto de tus días.
Pero también los hay desesperados, eléctricos cuya factura indefectiblemente acabaremos pagando. Y besos que encubren mentiras, de labios tensos y ojos cerrados, como si cerrándolos silenciaras las voces internas. Y besos de culpa. Y de perdón. Y de socorro. Y de no saber qué coño haces con tus labios.
Especiales son esos besos de labios mullidos y abultados por brackets, que merecen un post aparte.
Besos imaginarios. Aquellos que te mueres por dar pero no puedes, o simplemente no debes. Labios encuadrados en el retrovisor de tu vida que no son ni serán jamás nada tuyo y se irán, y te quedarás con esa imagen esculpida en la memoria del tacto de tus labios.
Besos robados en la Polinesia
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