martes, 26 de abril de 2011

Con los ojos cerrados

Preferiría que leyerais este post con los ojos cerrados. Porque creo (o al menos así me lo parece), es como mejor se ven ciertas cosas. Cuando los tienes cerrados durante unos segundos siempre hay tonalidades y matices de luz que se filtran por nuestros ojos. Justamente es esa luz la que ilumina nuestra imaginación.

Dentro tenemos un baúl enorme o una simple maleta dónde introducimos todo lo que nos pasa. Y lo que nos gustaría que nos pasara lo metemos en una mochila, para así tenerlo más a mano. Y como si fuéramos un mago, sacamos de la chistera los cuentos las novelas y los dibujos que hacemos en papel. Bueno, en mi caso lo garabateo en este blog, pero y qué más da. Hay veces que las historias nos salen mejor y otras peor.

Pero normalmente solemos contarlos.

Y como siempre digo, acosta de hacerme pesaito, para eso hay que leer y vivir.
Intentar vivir como leer, de todo, para tener el baúl tan gordo, que los caracteres, signos y letras te rebosen como las burbujas de espuma en una bañera.

Posiblemente no contamos todo lo que vivimos, pero efectivamente, si no nos tiráramos a vivir, no tendríamos nada que contar.

viernes, 15 de abril de 2011

De el diario de Anais IX

hacía días que no iba por casa, he llegado y mi padre no estaba. Seguro que ahora está con un amigo, me gusta que tenga amigos, cuando era pequeñita mi padre no tenía amigos, tenía hijos, pero yo quería que tuviera amigos, no me parecía lógico…pero ahora entiendo que nosotros ya le servíamos, que uno siempre puede escoger la dimensión de su universo.

he ido a mirar por el baño, la cocina, como hago siempre y en ese momento he empezado a llorar, me he acordado de cuando llegaba a casa y tú estabas, porque recuerdo que tú siempre permanecías allí, porque no podías escoger, apresado en ese trozo de suelo… yo llegaba a casa y saludaba con un ¡¡Holaaa!!
y sabía que estarías, que seguramente llevabas bastante rato solo… y justo rodeaba el tabique y aparecías y forzabas una sonrisa que a veces sería de verdad, me acuerdo del día que te volví a enseñar a sonreír, cuando hicimos el “payaso” en aquella habitación del hospital.

ya sé que en ese momento no eras feliz.

pero si puedes y te apetece mándame un email por favor, o un sms a modo de telegrama y dime que sí, que tienes amigos y eres un poquito feliz y que no tenga miedo.

por fa, por fa, por fa, por fa, por fa, por fa ¿vale?

bueno, voy a lavarme un poquito la cara sin restregarme para que no se me ponga colorada y si se me nota a disimular, por lo de la alergia, que vendrá Eme, y tiene el don de leerme sin apenas verme, me traspasa y verá que he llorado y pensará que qué va a hacer con esta cría tan loca que le ha tocado…

pero tú desde el cielo escríbeme ¿vale?
siempre te quiero.

viernes, 8 de abril de 2011

Por donde ando.

Cuarenta y nueve cuando voy en el coche, cuarenta y nueve cuando camino hacia casa, cuarenta y nueve cuando me examino la conciencia, cuarenta y nueve si me paseo por las paradas del mercado, cuarenta y nueve cuando me miro en un espejo, cuarenta y nueve cuando me ducho, cuarenta y nueve cuando cierro los ojos, cuarenta y nueve mientras escribo este post, cuarenta y nueve, cuarenta y nueve, cuarenta y nueve.


Estoy leyendo La soledad de los números primos de Paolo Giordano. Me ha enganchado tanto que he decidido prescindir del punto de libro, así me obligo a retener durante todo el día el número de la página por el que voy. Cuarenta y nueve, cuarenta y nueve, cuarenta y nueve. Es el enigma en el que ando cavilando cuando pongo cara de andar rumiando algo.

Si Mattia no hubiera comprendido por sí solo que a su hermana le pasaba algo, ya se habrían encargado de hacérselo ver sus compañeros de clase, por ejemplo Simona Volterra, que cuando iban a primero y la maestra le dijo: «Simona, este mes te sentarás con Michela», ella se negó cruzando los brazos y contestó: «Yo con ésa no me pongo.»
Aquel día Mattia dejó que la tal Simona y la maestra discutieran un rato, y al final dijo: «No se preocupe, yo me siento con mi hermana.» Y todo el mundo pareció aliviado: la misma Michela, la tal Simona, la maestra…
Todos menos él.
Los dos gemelos se sentaban en primera fila. Michela se pasaba todo el tiempo coloreando dibujos, lo que hacía esmeradamente pero saliéndose de los contornos; aplicaba los colores sin ton ni son, azul para la piel de los niños, rojo para el cielo, amarillo para los árboles; cogía el lápiz como si fuera una batidora, empuñándolo, y apretaba tanto que cada dos por tres rasgaba el papel.
Y mientras, a su lado, Mattia aprendía a leer y escribir y a hacer las cuatro operaciones aritméticas -fue el primero de la clase en aprender a dividir con resto-; su mente funcionaba como un engranaje perfecto, del mismo modo misterioso como la de su hermana funcionaba de manera tan defectuosa.
Había veces en que Michela empezaba a removerse en la silla y agitar desesperadamente los brazos, como una mariposa atrapada; los ojos se le ensombrecían y la maestra se quedaba mirándola asustada, aunque con la vaga esperanza de que aquella retrasada se fuera de verdad volando para siempre. En las filas de atrás alguno se reía, otro le decía chitón.
Mattia se levantaba al fin, retirando en peso la silla para no arrastrarla, y se colocaba detrás de su hermana, que volvía la cabeza a un lado y otro y seguía agitando los brazos, para entonces tan rápido que parecían ir a desprendérsele. Le cogía las manos, le plegaba delicadamente los brazos sobre el pecho y le susurraba al oído:
- Ea, ya no tienes alas.
Michela tardaba unos segundos en dejar de moverse; se quedaba un rato con la mirada perdida y por fin, como si tal cosa, volvía a sus pintarrajos. Mattia se sentaba de nuevo en su sitio, avergonzado, con la cabeza gacha y las orejas rojas, y la maestra reanudaba la lección.( La soledad de los números primos de Paolo Giordano)


martes, 5 de abril de 2011