lunes, 12 de julio de 2010

Aulas vacías

Ahora que los niños ya no van al colegio y las tardes son interminables, me vienen los recuerdos del final de curso.

Los finales de curso siempre me dieron algo de pena. Sentía algo así como una pena intensa –que por suerte era pasajera - y que solía dejar un regusto áspero en la garganta. Percibes el verano y los distintos destinos que tomará cada uno de tus amigos: el pueblo de los abuelos, la playa abarrotada, la montaña enormemente lejana, el balcón con el ruido callejero y el ventilador gruñendo desde el comedor. Desiguales destinos para esos ojos diferentes.

Seguramente alguno se despide de ti con un invisible corte de manga; otros, lo hacen con un guiño; otros simplemente no lo hacen porque, tal vez, igual que a ti, les duela algo que tampoco saben dónde localizarlo. Aunque sea complejo demostrarlo con una fórmula verbal, la velocidad de las despedidas es contrariamente proporcional al afecto que uno siente..

Una vez recuerdo haberme quedado en el aula. Solo. Sentado en el sillón cual trono de cualquier reino que se ha quedado vacío. Es como si siempre hubiera estado a si, vacio. Había algo que me retenía y que me anulaba el simple gesto de levantarme. Quizás ya no quede nada, ni siquiera un poco de lo que allí se habló… aquellos temas, el famoso tema siete, el de los rastros que se dejan en la nieve.

Ahora recuerdo que nos encantó a todos los estudiantes, queríamos saber más, ansiosos y expectantes. Y nos quedamos con las ganas, sencillamente no había más que dar. Hay cosas que se han de descubrir.

Y ahora muchos de ellos estarán en casa. Vacíos. Sin saber el qué hacer. Como autómatas a los que han desprogramado y que, al sentirse libres, no encuentran ningún camino. Unos autómatas que pudiendo ignorar todas las reglas y que, no obstante, prefieren quedarse acurrucados y silenciosos.

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