martes, 6 de junio de 2017

Vidas que chirrian


Hay mucha gente que se tira más de media vida entrenando duramente con el único propósito de subir una gran montaña. Pero no suben para quedarse ahí arriba, no. Se juegan la vida en el ascenso, consiguen coronar en el límite de sus fuerzas, plantan su cámara, ponen los brazos en jarra, se hacen la foto de rigor en lo más alto, y luego… bajan.
Repito, suben y luego… bajan. A uno de nuestros héroes se le murieron dos sherpas, y a un compañero le tuvieron que cortar dedos de los pies por el frío, y por el camino nuestro héroe padeció un divorcio y la perdida de la custodia de sus hijos.

Pero oye, coronó un ocho mil.

Ejemplos hay miles. En mi mundo, como en otros muchos, también ocurre. Vivo rodeado de gente orgullosa de sus carreras profesionales a cual más absorbente y de currar de sol a sol.

Se te acercan y te dicen: Ayer, después de catorce horas currando, llevé a un cliente a cenar a 80 kms.
Pero por muy lejos que vayan, siempre acaban volviendo a casa. A una casa cada vez más inhóspita y con menos oxígeno que en la cumbre del pico más alto.

Yo me habría quedado en el restaurante a 80 kms.

O descansando en cualquier lugar que me permita recuperarme para lanzarme a la siguiente aventura.

O en la cima del Nanga Parbat.

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