jueves, 3 de junio de 2010

La visita inesperada

Aún no serían las once de la noche cuando llamaron.
Me cogió desprevenido, porque últimamente no viene mucho por casa.

Como mucho, recuerdo tres o cuatro saludos fugaces al pasar ante mí de camino a otros sitios
-qué diferencia de aquellas larguísimas temporadas que, siendo niño yo, estaba siempre entre los míos -.
La hallé como siempre, vivaz, chistosa, dicharachera, aunque ya un poco deslucida por los años
-los míos, por supuesto; todos sabemos que a eso uno se acomoda, pero yo no-.

Me dijo que hoy venía sin prisas, a quedarse conmigo.

Rápidamente casi sin darme cuenta llenó la casa de risas y de futuros, conquistó paredes,se reinstaló en los cajones, inundó todos los ángulos con una luz que ya no recordaba, y mis armarios dejaron de parecer féretros.

Os puedo asegurar que yo estaba muy sorprendido, alegre –os lo juro, estaba alegre-.
No sabía qué ofrecerle, quería que se sintiera a gusto y no se marchara nunca más.

Probé a ser amable y me puse a contarle los últimos retales de mi vida: las noches pasadas en compañía del dolor, las distancias, aquella incertidumbre hecha certeza, el miedo, la niebla… en definitiva, la historia del naufragio que me trajo hasta aquí.

Creo que no le debió de gustar todo aquello. Vi cómo empezaba a encoger, como se iba volviendo cada vez más pequeña, como empezaba a mirar hacia la calle, estaba confusa, luego masculló no sé qué de una gestión muy urgente y se marchó.

Se me antojo que estaba un poco triste,
no creo que regrese,
en algún tiempo.
Hasta la próxima, Alegria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario