miércoles, 8 de septiembre de 2010

Diseccionandome.

Cuando era pequeño discutía frecuentemente y mucho con mis padres. La cosa siempre empezaba suavemente, suave, amos, y poco a poco me iba irritando hasta terminar completamente fuera de mí, gritando cualquier estupidez y claro, llorando a moco tendido. Mi psico me dijo años después que las personas como yo solemos ser así, fuera de casa encantadores y de puertas pa dentro unos "estar por civilizar", y eso es así porque fuera nos reprimimos y dentro lo sacamos todo, todo, todo.

Pues el caso es que como todas las madres, la mía aprendió a controlar lo asilvestrado de mi incipiente personalidad, y cuando veía que me subía por las paredes, o que empezaba a descontrolarme y ser capaz de entablar una guerra simplemente porque no me gustaba la comida, me mandaba al cuarto de baño pequeño (porque teníamos dos, el grande y el pequeñito con su espejo con repisas, donde ponía mis colonias, el lavabo y la taza del water). Y allí que me iba yo, todo enfurruñao, y en ese momento empezaba el espectáculo.

Me miraba fijamente en el espejo. Miraba mis ojos húmedos, la forma de las lágrimas, el camino que recorrían por las mejillas hasta que caían en el lavabo. Recuerdo que apretujaba los ojos para que brotaran más, y más lágrimas, porque aunque se me iba pasando el arrebato quería seguir llorando porque me encantaba ver cómo se me aclaraba el color gris de mis ojos, cómo se hacia una balsa que empañaba mi imagen en el espejo y cómo al final la lágrima se precipitaba por el lacrimal hasta caer, buumm, a cámara lenta, como si eso fuera en ese instante lo más importante que podía pasar en el mundo. Juer, me he visto llorar tantas veces que incluso ahora podría dibujar con más o menos nitidez mi cara de niñolloron reflejada en el espejo después de una de esas rabietas.

Indudablemente, mirar con aquella delicadeza el proceso de mi emoción aplacaba a la fierecilla que habitaba en mí, entonces esperaba a tener los ojos secos del todo para dedicarme a coger una por una todas las botellas de colonias que había en las estanterías para olerlas y empaparme con ellas mano, cuello, cara y pelo. Mi preferida era una que me habían regalado, no recuerdo el nombre, su olor me apasionaba porque era penetrante y tenía aroma a madera, y siempre me la dejaba para el final. Otra cosa que prioricé sobre los olores, fue el diseño de sus envases. Me las ponía para hacer tiempo, por distraerme, por ver mi cara cuando la mezcla me parecía muy fuerte, o agradable, y verme iluminado cuando llegaba el gran momento de la fragancia final, la mía, mi colooonia. En ese momento estudiaba mi boca entreabierta, mis labios, como cambiaba mi expresión, para ver lo que pasaba o qué era exactamente lo que los demás veían cuando me miraban.

Cuando acababa todo ese proceso (había veces que me pasaba horas y horas) sacaba la cabeza por la puerta y solicitaba permiso para salir. Recuerdo a mi madre preguntándome si ya tenía bastante, si me había tranquilizado y si no tenía nada que decir, claro y a mí diciendo que sí y que perdón. Y así era casi cada día.

Desde aquello ha pasado mucho tiempo, pero aun hoy hay algo que sigo haciendo. Cuando lloro, cuando me enrabio, cuando ya no puedo más, me planto delante del espejo y me observo. Me estudio y me disecciono mientras me caen aquellas lágrimas y, sin ningún tipo de ánimo de auto compadecerme, me doy una pausa y me indulto. Porque sigo viendo, reflejado en el espejo, al niño que se recluía en el cuarto de baño pequeño, cuando no entendía el mundo que le rodeaba.


1 comentario:

  1. Yo tambien era bastante equilibrada fuera, para luego en casa... "darlo todo" xD

    Me ha gustado mucho la historia, ya te lo he dicho antes, pero me repito tu forma de escribir transmite mucho :). Se ve que eras un niño muy observador, y aun lo sigues siendo...

    PD: muy bonito el dibujo, mi favorito hasta ahora :p

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