jueves, 13 de mayo de 2010

El paraguas, esa especie.

Parece ser que éste complemento se ha convertido en un apéndice más de nuestro cuerpo. Como en todo, los hay quien los tienen más grande y quien más pequeño. Gracias a Dios nuestro señor, en este tema el tamaño como que no importa, porque si no, nos veríamos llevando a cuestas la sombrilla de la playa con tal de aparentar.

En estos días el paraguas tiene una vida muy intensa. Lo dejas en cualquier sitio, en el coche o te lo llevas a pasear; lo depositas en la entrada de la panadería, de una tienda y cuando vas a recogerlo ya no está, ha desaparecido y claro vas corriendo y compras otro, si lo tratas con cariño te acompaña al trabajo y decide incluso quedarse a hacer horas extras, lo que no sabe es que no está en la nómina y no se las van a pagar, total como a ti.

Como diría Lobaton, desaparece sin dejar rastro; es totalmente imprevisible, es masculino, (el paraguas): lo mismo decide colocarse en el centro de una reunión como quedarse en la esquina esperándote. ¿A ver, quién no se ha tomado una cervecita en el bar alrededor de un paraguas?

Pero lo peor de todo es que ataca a personas que ni siquiera conoces, utilizándote a ti como brazo ejecutor para poder atinar en la cabeza del elegido, encima se enamora y queda totalmente enganchado con otro de su especie, tú por mucho que tiras y tiras, él se resiste. Si al dar la vuelta a la esquina resulta que no le gusta la calle que tú has elegido, levanta sus varillas hacia el cielo igual que si hubiese visto al mismísimo diablo en persona.

Lástima que en este país haya años en los que apenas si salen a pasear, es que empiezo a plantearme lo apasionante que puede llegar ser re-encarnarme en uno de ellos.

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